martes, 29 de mayo de 2012

Pachamama

Uno llega a ciertos lugares, de la mano sabia de quien lo adivina predispuesto.
Atravesando una puerta común y corriente, se levantaba una escalera que daba paso a un mundo paralelo donde no había nada de las dos cosas, sino más bien, todo lo contrario.
Tras un pago módico, ingrese a la primera parte de la estancia, un patio ameno con un cantero generoso y un sauce miniatura de ramas cabello de ángel. Al fondo del patio, se instaló una barra-cocina-usos múltiples, espaciosa y suficiente.
Dos puertas comunican al patio: la primera, la más a mi derecha, se trata del espacio cedido al escenario-living-barra, donde también se exponen obras de distinto calibre artístico.
La segunda, bien al medio, es la que posee un pasillo oscurísimo con múltiples puertas, una sala de comandos (que intuyo también como los aposentos del encargado en jefe), un refugio artístico donde cobijarse antes de salir a escena y por último, el infaltable WC, localizado al revés del destino clásico, al fondo a la izquierda aquí mismo.
Las caras, los gestos, las miradas, las voces, las palabras, los saludos, los abrazos, los besos, los milagros... Todo muy ameno y a pulmón, la belleza de lo simple reinando en cada rincón (uy, se me escapo una rima...)
Cuando llegamos, en el escenario estaba Ezequiel Borra, quien suavemente y sin pedir permiso, me llevo de paseo por un par de recuerdos cálidos y bienaventurados, de noches de caminata sideral entre morros ipanemicos y cocapacabaneros para luego arrastrarme sin tapujos a algún recóndito paisaje autóctono, a mitad de camino entre Hudson y La Plata.
Una vocecita poderosa y de palabras suaves, canturreadas con el acompañamiento de una guitarra de medidas precarias, un bandoneón sin tristezas y la calidez de lo humilde en el alma. De verdad que fue bonito oírlo.
Luego llegó el turno de Tomi Lebrero y su Puchero Misterioso. A la pelotita con esta gente.
Pocas veces aprecio tanta calidad y tanta entrega como en este puchero. Si hay algo que me conmueve, no sé por qué, es cuando los músicos tocan con los ojos cerrados, gesticulando mínimamente, casi sonriendo podría decir. Y aquí, todos los ingredientes se dejaron llevar por el calor de la hornalla que encendió a fuego lento el infalible Tomi.
Melodías llevaderas, letras incongruentes y divertidas, una acida mirada sobre el mundo circundante, la algarabía genuina de un pequeño gran showman orquestando cada gemido de contrabajo, bandoneón, piano, cajón peruano, y siguen las firmas, de manera misericordiosa y pura. Pura, esa fue la sensación de escucharlos. Me sentí pura.
Se ladeaba mi cabeza ante tanta pureza, ante semejante derroche de ingenio musicalizado.
Uf, vamos por el tercer Fernet y la temperatura abriga en el pescuezo como una bufanda de palmas tibias que aplauden.
Pude saludarlos a algunos y no detecté egocentrismo alguno. Buena señal.
Se terminó de cerrar la jornada comentando la historia precolombina, de la mano de un sahumerio prestado y unos panes que cobijaron un alimento suculento y sabroso.
Una chica muy moderna se enamoró perdidamente de mi encendedor y se lo llevo para siempre, pero no importaba, lo que el amor no puede comprar, lo vende el kiosko de la esquina.
Vamos?, me preguntaron. Dije la palabra más linda del mundo: Si.

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lunes, 28 de mayo de 2012

Frío y fuego


Un día igual a cualquier otro con el mismo nombre, se levantó y se miró en el espejo del baño. Tenía el cabello almohadonado y esa mirada acuosa, de los ojos que se abrieron hace poco.
Se peinó con las manos, acariciando la maraña de rulos hasta convertirla en rodete. Se lavó la cara y despejó las lagañas. Ahora se parecía más a esa mujer cotidiana, que también es madre y esposa. Todo en ese orden.
Se le fue la mañana preparando el desayuno, llevando a su hija a la escuela, charlando con algunas madres, pasando por el mercado y preparando el almuerzo. Mientras, miraba el noticiero del mediodía, más por sentirse acompañada, que por interés informativo.

"Otra víctima de femicidio" leyó en pantalla. Parpadeó nerviosa, echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente. La acidez de las cebollas que estaba cortando para el estofado, le nubló la vista. Sin embargo, las lágrimas siguieron cayendo aún después de llevar la cacerola al fuego, mientras revolvía con la mirada perdida en la incertidumbre de sus miedos.

La tarde transcurrió sin sobresaltos, disimulando el nudo en el estómago con una pava de mate mientras ayudaba a su niña a recortar palabras del diario para la tarea de mañana.
El cielo se puso gris, y al verlo, sintió frío. Un frío solitario y mudo, de esos que aparecen cuando la angustia se vacía de palabras y es imposible de explicar. Dejó a su hija mirando dibujos animados y prometiéndole volver enseguida, con algo rico para merendar.

Caminó apurada hasta la plaza y no cruzó una sola mirada con nadie en el camino. Creyó escuchar su nombre en la voz de una mujer, pero siguió por la plaza sin mirar atrás, esquivando palomas y niños que jugaban a la mancha. Estaba decidida. Hoy sería punto y final.

En el café la esperaba un hombre de sonrisa generosa y mirada de algodón. Ella sintió un calor abrasador al verlo, tan intenso que decidió no abrazarlo para no asfixiar lo que venía a decirle.
"No puedo hacer esto" susurró ella. El frío de sus palabras le helaba los oídos, el resto de su cuerpo sudaba, encendido. El hombre la observó en silencio, sin dejar de acariciarla con la mirada. "No tengas miedo, yo estoy acá, con vos" le dijo él, acercando su cara a la de ella por arriba de la taza vacía de café. "Ya es tarde, me tengo que ir. Te pido perdón... Y... Gracias". Ella se levantó, le sonrió llorando sin lágrimas y se fue.

Llegó a su casa con Sonrisas de frambuesa, las galletas favoritas de su hija. Su marido estaba esperándola en la cocina, inusualmente temprano en un día como ése.
Al verlo, le pareció que era gigante, inmenso, colosal.
No tuvo tiempo de reaccionar. La bencina la dejó ciega y el infierno de las llamas comenzó a devorarla. Pronto, el fuego se la llevó a las sombras de la inconsciencia.
Ahora, ella descansa en el recuerdo inocente de una niña huérfana y en la tibia lágrima del hombre que nunca llegó a transformarse en el amante que quiso ser.

A veces frío, a veces fuego. Un femicidio es otra víctima del silencioso asesino llamado miedo.

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viernes, 25 de mayo de 2012

Refranes populares

“No hay peor ciego que el que no quiere ver”, decía mi vieja, mientras fregaba furiosamente el cuello de una camisa de mi viejo. 
Yo era chico, tendría unos 10 años, y me quedaba mirándola, sin entender demasiado. A veces le preguntaba si me estaba hablando a mí y me respondía que no, que estaba hablando con ella misma. Una sola vez le contesté, en tono de chiste, “es mejor hacer la vista gorda” y me mandó a la cama sin cenar. 


Después vino mi viejo a verme, con un sándwich de milanesa escondido y mientras me lo comía, me dijo: ¿cómo se te ocurre decirle gorda a tu madre, no ves que se la pasa haciendo dieta? Le traté de explicar lo que había pasado, pero me dijo que “el horno no estaba para bollos” y que la vieja ya se había acostado. Me levanté al otro día y para que la vieja aflojara, le hice el desayuno y se lo llevé a la cama. “Al que madruga, Dios lo ayuda”, me dijo y me acarició la cabeza, mientras me sonreía y se tomaba el café doble con edulcorante. Tanto la aflojé, que no sólo me dejó ir a la cancha con mi viejo, también tuvo que ir corriendo al baño porque se me había hervido el agua del café.


Mi viejo era hincha de Independiente, de esos fanáticos que van a la popular con la camiseta puesta y se pasan todo el partido gritándole indicaciones a los jugadores como si fuera el director técnico. No me voy a olvidar nunca del día que yo grité un gol de Platense y mi viejo supo, de la peor manera, que yo era daltónico. No se imaginan lo que fue abandonar la tribuna esa tarde. Tenía el color de Independiente en la cara y el de Platense en los pantalones, decía mi viejo a carcajadas, hasta que mi vieja le dijo “de tal palo, tal astilla” y mi viejo se fue murmurando improperios en voz baja.


No pasó mucho tiempo antes de que mi vieja finalmente pusiera a mi viejo entre la espada y la pared. O mejor dicho, entre las manchas de lápiz labial que ella lavaba de sus camisas y la verdad. “Se me vino la noche”, me dijo mi viejo. “El pez por la boca muere”, me dijo mi vieja. Y yo entendí que "no hay mal que por bien no venga", cuando a partir de entonces, se duplicaron todos mis regalos de Navidad, Reyes, Día del Niño y cumpleaños.

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